
Si algo caracteriza, y perfila cierta similitud entre las ciudades capitales de América Latina, son sus espacios físicos, su composición social; y ese algo indescriptible que hace parte de una identidad común parida de una historia compartida desde la presencia de la culturas fundadoras de nuestras identidades en los tiempos precolombinos. Luego compartimos también los oprobios de la colonia con toda su nefasta herencia, más tarde las guerras de la independencia en las que se hipotecó las más caras demandas de los sectores más alejados del poder y de los beneficios de las nuevas relaciones sociales, lo que determinó una independencia, en la que el nacimiento de nuevos Estados se fundó sobre los intereses de la naciente burguesía del siglo XIX.
Es como si todo este camino común fuera un molde inmaterial, que da una esencia compartida a los pueblos de la subregión, de esta manera se manifiestan nuestras venturas y desventuras también comunes.
La configuración social de nuestras ciudades, a más de desnudar la irracionalidad del sistema adoptado por las élites políticas que han abusado de su poder, desnuda también la historia de discriminación de los pueblos, que llegaron a ser vistos como extraños en su propia tierra; deja al descubierto la acumulación de riqueza, en desmedro de la pobreza de millones de latinoamericanos de las ciudades, de las zonas rurales que se han visto obligados a tratar de recoger las migajas y desperdicios dejados por sus explotadores.
Mirando como fondo esta dura realidad, propia de nuestras democracias de papel, las capitales latinoamericanas muestran en su fisonomía similitudes en sus contrastes: Un sur donde están los habitantes de las clases económicamente pobres, un centro histórico en el que se hace alegoría de una época colonial decimonónica que sirvió de resorte a las nuevas burguesías; un norte moderno que es el reflejo de la bambalinas del capitalismo en su máxima expresión, y unas ciudades satélites en las que los ricos han construido sus espacios privados de convivencia, lejos de la violencia social que se vive en las calles de las capitales latinoamericanas.
Son comunes entonces sus características físicas, y podríamos decir que estas similitudes son la consecuencia de procesos de expoliación compartidos por nuestros países, son producto de mismas prácticas de injusticia sobre las clases populares, las que históricamente han pagado el precio de las ambiciones sin límite y de las consecutivas crisis del capitalismo.
Una de la imágenes que más se reproduce en cualquier capital latinoamericana, son las esquinas de las grandes avenidas en la que se grupos de niños, jóvenes, adultos, ancianos, mujeres, discapacitados, etc...venden, ofrecen, hacen espectáculos de circo, o simplemente mendigan por unas monedas a los conductores que por segundos se detienen frente al color rojo del semáforo. Ya son parte del paisaje urbano de las ciudades, parece que ya ha nadie le llama la atención esta realidad, es como si fuera algo parte de la normalidad del agitado movimiento de las avenidas; pero igualmente, muchos de los que ignoran esa realidad, saben que ella hace parte de una enfermedad, de una patología social producida por acciones de los propios seres humanos encargados de organizar razonablemente la convivencia y el desarrollo de las sociedades.
Y ahí seguirán esperando la luz roja para lograr el objetivo de comer, de sobrevivir un día más, mientras los conductores ansiando el verde del semáforo parecen, en el fondo, sentir la culpa compartida en esas miradas esquivas de los habitantes de las esquinas donde están los semáforos de la miseria.
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