domingo, 11 de julio de 2010

La agonía como fiesta


Al mejor estilo de un género real-fantástico, donde los fenómenos son trastocados por cualidades cuasi imposibles, o adquieren particularidades asignadas por la imaginación; de la misma forma, las situaciones derivadas de los fenómenos políticos, en nuestras débiles democracias, parecen escapar de la realidad y presentar acontecimientos que podrían parecer imposibles fuera de un contexto de realidades fantásticas.
Igualmente pasa con los discursos, declaraciones, posiciones en debates, discusiones sobre leyes en la Asamblea Nacional, ideas manifestadas en diferentes estamentos de la sociedad como Universidades, Colegios de profesionales, medios de comunicación, la Iglesia, dentro de la instituciones estatales, y más; en todos estos espacios la constante es encontrar un divorcio completo entre las ideas y las acciones, acciones que desnudan a una sociedad podrida desde los cimientos hasta toda su estructura. Todos, sin excepción, mantenemos actuaciones que día a día dan forma concreta a la irracionalidad, que dan identidad a lo innombrable, y que constituyen la esencia de nuestra realidad inmediata.
Esta realidad local hace parte de una universal que le da identidad. Es como la vorágine, los estentores, la frialdad de un estado de cosas convulsionado que aparenta normalidad; una situación, suma de millones de ellas, en la que el tiempo imprime una especie de complicidad en esta carrera hacia el vacío, carrera en la que todos buscan poner el pie sobre el otro, como la única vía de trascendencia. En todo lo cual juega un papel de primer orden el transito de las ideas políticas, de la ideología, la filosofía de vida que mueve a las personas, a las masas de nuestras sociedades; filosofía de vida que es común en la generalidad de los individuos, quienes a manera de máquinas programadas, actuamos de la misma manera; nada, acaso nada nos diferencia, esquemas mentales calcados, rostros idénticos en expresiones y emociones, mucha habilidad para escondernos detrás de lo que no somos, capacidad ilimitada de producir pensamientos estériles; narcisismo exacerbado, situando en el altar de la historia y del tiempo la parte maldita de la especie; hoy todo, tanto en las ideas como en las cosas, en la sociedad, como en el individuo, se hallan en estado de crepúsculo.
Todo esto, escapa a los análisis culturales, no cabe buscar explicación en este ámbito, pues al parecer incluso los productos culturales de las sociedades serían parte de este crepúsculo, y las producciones del arte dejaron hace rato de pertenecer a las expresiones del espíritu, para pasar a ser parte de los productos engendrados desde el reino del egoísmo, en el que el dios de la vanidad ha destruido la bondad de la estética, vaciando de contenido y sentido a la obra, a la expresión, degradando hasta el absurdo que expresa su naturaleza posmoderna.
Vivimos en una sociedad cada vez más narcisista, más consumista, más egoísta y más despersonalizada, dependiente cada vez más de la tecnología de punta, de la apariencia y del poder, enajenada y aturdida por los medios de comunicación, cuyos valores se han trastocado y donde los objetos y los seres humanos ( en primera línea los más pobres) son desechables.
Río caudaloso en el confluyen todas las aguas podridas de la humanidad, y por el que navegamos todos sin divisar isla alguna, mientras el capitalismo convierte todo en una fiesta a la que todos asistimos, en la que todos consumimos, y bailamos hasta el final del crepúsculo, la agonía como fiesta.





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