Muchos sustratos
de prejuicio atraviesan nuestra formación como actores sociales, esto en
relación con la visión que nos formamos sobre nosotros mismos como
individualidades, y de nosotros mismos frente al “otro” a “los otros”.
Nace esta
reflexión en el momento a momento que vivimos, en las horas, tiempos
cotidianos; cuando estamos en una parada de bus, cuando viajamos en el bus,
cuando vamos al mercado, cuando cruzamos la plaza central de la ciudad, cuando
hacemos la fila en el banco, cuando un domingo cualquiera nos sentamos a la
sombra de un árbol. Ahí, en esa cotidianidad que fluye indetenible, es que los
prejuicios sociales afloran, asaltan nuestra efímera clama, y despiertan
culpas.
¿Dónde tienen
origen estos prejuicios? ¿Cuándo se instalaron en nuestro consciente, en
nuestro subconsciente? La respuesta puede tener muchas variantes, pero una de
ellas fundamental tiene relación con los valores y antivalores adquiridos en la
niñez y la posterior “domesticación” en la escuela.
Ahí, en la
escuela. Donde la mayoría de nosotros tuvimos como profesores personas sin
verdadero sentido humanista, donde estas personas sembraron en muchos la idea
de la competencia, el ideal estético colonial; donde el color blanco era mejor
que el negro; donde el indio el campesino era sinónimo de extraño. Ahí en la
escuela regida generacionalmente por
mentes colonizadas.
Entonces
conjuntamente con esa des-educación, venían, como en combo, las ideas de una
catolicismo hipócrita que pregonaba el amor al prójimo al mismo tiempo que
castigaba a los visionarios que eran capaces de entender su empresa nefasta de
evangelización, ligada directamente con los dueños de dinero, ligada con el
hacendado déspota, con el comerciante astuto, con el explotador, con el
oligarca, con el burgués.
Qué resultado
podía salir de esa educación. Pues la respuesta es la realidad social que
vivimos. Generaciones de generaciones de mujeres y hombres reproductores del
sistema. Y el empoderamiento de ideas civilizadoras a contra corriente de la
naturaleza humana. Resultado de una academia entregada por completo a repetir
el discurso colonizador, el discurso mercantilista, el discurso racista; hasta
el punto de que estas ideas calaron tan profundamente en nosotros, que el
proceso de des-aprender es una necesidad vital para vivir, o bueno si
disfrutamos del modo como están las cosas mejor nos quedamos así, con toda esa
carga de prejuicios.
Hay buenos
médicos, excelentes arquitectos, economistas profusos, ingenieros genios,
psicólogos muy profesionales, administradores que administran bien, en fin
profesionales en el sentido de la palabra; todos ellos fruto de la educación
formal que tanto estamos criticando. ¿Entonces, estamos en contradicción? No,
no estamos contradiciéndonos; porque estos profesionales, si son buenos, es
porque al final se han acoplado al sistema, para el que son buenos. Siempre existirán las excepciones, conozco
médicos humanistas en el amplio sentido del término, conozco profesionales en
todas las ramas conscientes de su rol social; pero en la generalidad los
profesionales han sucumbido a los espejos con brillo del capitalismo, y ahí han
encontrado su oasis existencial, a pesar de que no puedan ocultar ese vacío de
vida verdadera propio de nuestros tiempos.
Así reproducimos
los días, en medio de estos conflictos internos sin resolver, con esas espinas
en nuestras conciencias que muchas veces queremos ignorarlas o negarlas mejor,
antes que enfrentarlas y extirparlas de nosotros. Proceso necesario. Estamos en
tiempos de des-aprender; tiempos en que los analfabetos somos todos quienes no
hemos sido capaces de ver a los demás, al otro, a los otros, como si
estuviéramos mirándonos a nosotros mismos.
Solo entonces
dejaremos de escuchar esa voz interna que dispara “indio alzado” cuando pensamos
ser superiores a un igual.
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