jueves, 22 de septiembre de 2016

El “indio alzado”

Muchos sustratos de prejuicio atraviesan nuestra formación como actores sociales, esto en relación con la visión que nos formamos sobre nosotros mismos como individualidades, y de nosotros mismos frente al “otro” a “los otros”.
Nace esta reflexión en el momento a momento que vivimos, en las horas, tiempos cotidianos; cuando estamos en una parada de bus, cuando viajamos en el bus, cuando vamos al mercado, cuando cruzamos la plaza central de la ciudad, cuando hacemos la fila en el banco, cuando un domingo cualquiera nos sentamos a la sombra de un árbol. Ahí, en esa cotidianidad que fluye indetenible, es que los prejuicios sociales afloran, asaltan nuestra efímera clama, y despiertan culpas.
¿Dónde tienen origen estos prejuicios? ¿Cuándo se instalaron en nuestro consciente, en nuestro subconsciente? La respuesta puede tener muchas variantes, pero una de ellas fundamental tiene relación con los valores y antivalores adquiridos en la niñez y la posterior “domesticación” en la escuela.
Ahí, en la escuela. Donde la mayoría de nosotros tuvimos como profesores personas sin verdadero sentido humanista, donde estas personas sembraron en muchos la idea de la competencia, el ideal estético colonial; donde el color blanco era mejor que el negro; donde el indio el campesino era sinónimo de extraño. Ahí en la escuela regida  generacionalmente por mentes colonizadas.
Entonces conjuntamente con esa des-educación, venían, como en combo, las ideas de una catolicismo hipócrita que pregonaba el amor al prójimo al mismo tiempo que castigaba a los visionarios que eran capaces de entender su empresa nefasta de evangelización, ligada directamente con los dueños de dinero, ligada con el hacendado déspota, con el comerciante astuto, con el explotador, con el oligarca, con el burgués.
Qué resultado podía salir de esa educación. Pues la respuesta es la realidad social que vivimos. Generaciones de generaciones de mujeres y hombres reproductores del sistema. Y el empoderamiento de ideas civilizadoras a contra corriente de la naturaleza humana. Resultado de una academia entregada por completo a repetir el discurso colonizador, el discurso mercantilista, el discurso racista; hasta el punto de que estas ideas calaron tan profundamente en nosotros, que el proceso de des-aprender es una necesidad vital para vivir, o bueno si disfrutamos del modo como están las cosas mejor nos quedamos así, con toda esa carga de prejuicios.
Hay buenos médicos, excelentes arquitectos, economistas profusos, ingenieros genios, psicólogos muy profesionales, administradores que administran bien, en fin profesionales en el sentido de la palabra; todos ellos fruto de la educación formal que tanto estamos criticando. ¿Entonces, estamos en contradicción? No, no estamos contradiciéndonos; porque estos profesionales, si son buenos, es porque al final se han acoplado al sistema, para el que son buenos.  Siempre existirán las excepciones, conozco médicos humanistas en el amplio sentido del término, conozco profesionales en todas las ramas conscientes de su rol social; pero en la generalidad los profesionales han sucumbido a los espejos con brillo del capitalismo, y ahí han encontrado su oasis existencial, a pesar de que no puedan ocultar ese vacío de vida verdadera propio de nuestros tiempos.
Así reproducimos los días, en medio de estos conflictos internos sin resolver, con esas espinas en nuestras conciencias que muchas veces queremos ignorarlas o negarlas mejor, antes que enfrentarlas y extirparlas de nosotros. Proceso necesario. Estamos en tiempos de des-aprender; tiempos en que los analfabetos somos todos quienes no hemos sido capaces de ver a los demás, al otro, a los otros, como si estuviéramos mirándonos a nosotros mismos.
Solo entonces dejaremos de escuchar esa voz interna que dispara “indio alzado” cuando pensamos ser superiores a un igual.


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